EL REFLEJO.

Hoy tuve una charla con mi médico que se tornó dificultosa. Le hablé de un hombre al que observo a menudo, como si fuera una estatua al aire libre que se mueve. A veces hasta sueño con él, preguntándome si no habrá llegado a ser una obsesión.

El doctor contemplaba mi cara desolada, y me incitó a que escribiera, a que buscase su esencia.

Y yo salí de la consulta desesperado, con mi lápiz en la mano, sacando algunos papeles de mi cartera, esa que me acompaña siempre fiel, metiéndome en la primera cafetería que encontré en mi tránsito.

Pensé en él. Sentado en una mesa de mármol blanco recapacité sobre ese ser que parecía tan desgraciado, que poseía ese rostro tan melancólico, que tenía un hablar tan pausado. Ese hombre de silencios profundos, que intuía que me ocultaba algo.

Llegué a la conclusión de que era preciso tener una entrevista con él, los dos solos, yo con mi libreta en la mano, él teniendo que satisfacerme, teniendo que pronunciarse honestamente. Si no, nunca hallaría su verdad, lo que era y es para mi en esta vida lo más preciado.

Me marché de aquel antro y me encaminé a la estación ferroviaria. ¿Quién es esa persona de pelo largo y seriedad extrema? ¿Qué pretendía evadiéndose de la raza humana?.

Al rato, el tren circulaba raudo por los raíles. Me guiaban a otra ciudad, a un distinto ámbito. Fue entonces, en la última estación, justo al apearme del vagón, cuando me le encontré de bruces, cual máscara viviente. Estaba apoyado en una farola, esperando el autobús.

Al instante, decidí seguirle, agarrando una hoja entre mis manos. Parecía ausente, como moribundo. Contenía la tristeza de la belleza que se va marchitando.

Bajamos en la misma parada, yo le seguía muy de cerca, observando su andar inseguro, su melena bailando al viento. De repente, al torcer una esquina le perdí, descubriéndome de súbito en mi misma calle, la del hogar compartido con mis padres.

Entré atropelladamente en mi casa. Alguien balbució algo a mi espalda, pero no hice ningún caso. Casi estaba al final de las escaleras, entrando en el cuarto de aseo, cuando la realidad empezó a clarearse.

Ahí estaba él, mirándome con expresión burlesca a través del espejo.

Fue entonces cuando este autor cogió su pluma, y encerrándose en su habitación no volvió apenas a salir de allí. Quedándose así medio muerto en vida, medio vivo en su escritura.

Escrito el 08/11/2013.

LA ESCAPADA.

En una recóndita localidad andaluza de la provincia de Jaén, entre floreadas sendas y misteriosas laderas, llegan a un hotel pintoresco de fachada antigua, poseedor de una sala de recepción acogedora y unas habitaciones que no están exentas de cierto lujo. Siendo allí recibidas con afectuosos gestos de amabilidad, en el principio de un fin de semana que se les antojaba pleno de libertad, carente de toda carga.

Ellas, las seis, las cuatro hermanas y sus dos cuñadas, decidieron hacer un breve paréntesis, una escapada de sus preocupaciones cotidianas, las del día a día, con el pretexto bien fundado de una celebración, perpetrada a modo de sorpresa para una de ellas, pero necesaria y necesitada por todas y cada una. Por el reciente tiempo que se les había mostrado cruel, y que pretenden que en este lugar sea olvidado.  Cogiendo un renovado respiro, una bocanada profunda, para afrontar la temporada que viene, la que discurrirá hacia un nuevo camino, que todas esperan y desean que les sea más amable, a su tránsito menos hostil.

Viviendo este momento con alegría, saboreando cada instante presente. Sintiendo la exaltación que crece en sus corazones a cada segundo. Entre copas de dulce y jovial vino de Azpilicueta, manteniendo charlas recurrentes que al anochecer se tornan en sinceras confidencias. Consiguiendo hallar así un dormir sereno, un sueño profundo, lleno de bellas evocaciones que moldean el pasado, el cual se les representa en la mente como algo alegre, produciéndoles de esta forma una sensación de tremenda nostalgia.

Al amanecer, la mayoría continúa durmiendo, sólo dos se levantan al alba, dándole los buenos días a ese sol rojizo que empieza a invadir los valles. Acariciando con sus rayos las flores, que a modo de respuesta, le abrían sus pétalos ofreciéndole sus dulces y hermosos encantos.

Ambas se fueron a dar un paseo, y a su regreso se encontraron a todas levantadas, acicalándose para ir a tomar el desayuno y para la extenuante jornada de senderismo que les esperaba.

Al rato ya estaban caminando entre montañas, observando unos arroyos que  hacían que resbalasen sus aguas a través de pequeñas precipitaciones, deslizándose por la piedra, corrompiéndola, en constante y voluntariosa lentitud. Diminutas mariposas pululaban de un lado para otro, ajetreadas ante la certeza de su corta vida. La frondosa fauna, los escarpados exabruptos del terreno, eran contemplados por unos ojos ahora diáfanos, carentes de la desidia que produce lo cotidiano. Pensando únicamente en el paso siguiente, en el nuevo paisaje que les será revelado a cada recoveco del camino. Dejando al pasado de lado, manteniéndolo en un pasajero olvido.

Descansaron al atardecer, y cuando la luna empezaba a mostrarse briosa, montaron en un tren renqueante, que traqueteaba dudoso por unos finos railes, los cuales les conducían a otro diferente paraje, en cuyo seno se auspiciaban tranquilos los ciervos, y saltarines los gamos, y donde también se hallaban a su paso Jabalíes, o ¨coshinos¨, como los denominaba el rudo guía a su manera un tanto tosca.

Llegando así al culmen de su dicha en el regreso, subiendo al mismo tren, las mismas seis mujeres, las cuales se sentían en completa armonía­. Unidas por un aprecio sin astas, que en estos dos días se había sorprendentemente arraigado fuerte en sus entrañas. No pudiendo después de inmediato acudir a los brazos de Morfeo, saboreando aún esta noche que se les antojaba plena de libertad, carente de toda carga.

Mas siempre traicionera, llegó la cruenta mañana, y con ella el día de regreso de aquel pequeño y placentero ensueño. Rumbo a una realidad que no obstante será diferente, porque algo ha cambiado en sus miradas, algo se transformó dentro de sus pechos, que ahora laten intensamente en la lucha diaria, esa que a todos nos acomete.

Siendo para ellas aquella escapada un recuerdo de bienestar, que eternamente será recurrente.

ESCRITO EL 09/10/2013

PRESENCIAS PERDIDAS.

Tú, que tiraste por el sumidero seis años de felicidad relativa, entre discusiones y escenas apasionadas en el sofá. Que ahora tienes en las manos una botella, la cual hiciste añicos al arrojarla contra la pared, provocando así que se expanda al deslizarse aquel licor, que empapara la pintura de un blanco que ya no volverá a ser el mismo. Que ya no será puro.

Pastillas dispersas por la mesa, un lecho vacío, una fotografía entre los dedos, ora acariciada, ora arrugada y tirada a un rincón, el de la estancia sin ella, el de una habitación olvidada por el amor.

Llaman al teléfono, tu corazón late más intenso, piensas, será ella. Descuelgas y oyes un tímido sollozo que tu esperanza desea de sincero arrepentimiento, pero de súbito descubres que no es la persona que tu creías, sino otra.

Tu padre te acababa de dar la más amarga de las noticias. Una que siempre acontece o antes o después, pero nunca en buen momento.

Al colgar, encaminaste tus pasos a la terraza. Por un instante observaste a los transeúntes pasear y a los vehículos circular, dándote unas ganas tremendas de arrojarte al vacío, de escapar de ese intenso dolor que devoraba tu alma. Mas sensatamente regresaste a tu solitario hogar, puesto que tenías que prepararte para el viaje.

En otro momento estabas rodeado de lúgubres tumbas, en un cementerio de una localidad cualquiera, pues tu mente se negaba a reproducir su nombre. El sacerdote expresó unas palabras, unos fonemas que no conseguíste descifrar, pues te hallabas absorto, casi en estado de shock. Preguntas carcomian tu mente, recuerdos lejanos, ¿fuiste un buen hijo?, ¿alguien de quién sentirse orgulloso?, encontrando dudas, creciendo en ti un sentimiento de miedo. Por tu existencia vacía de sentido, llena de odios y rencores, que se hallaba expirando al fijarse en demasía en cosas superfluas, totalmente banales. Queriendo ahora encontrar tu esencia, descubriéndote vivo.

Ves como desciende el ataúd, vislumbras por segunda vez que recuerde tu memoria el llanto de tu padre. En esta escena por su esposa, en otra de antaño sus lágrimas fueron por ti, por tu ingreso.

Miraste la losa tapada y decidiste continuar luchando, bregando en esta vida que a veces se nos antoja cruel. Contemplas a tu compungido padre, que se encuentra más ausente de lo normal, perdido en un mundo de horror y de tristeza. Prometes con tu amor y compasión adquirida, que cuidarás de él, ante el inevitable y deseado retorno con su amada.

Volviste los ojos a un cielo azul y despejado, y sonreiste con nostalgia, puesto que el calor y el querer sin interés de tu madre habías sentido. Aunque su presencia en este día habías perdido.

Escrito el 03/10/2013.

LA PAZ

Se encontraba sentado en la terraza de su hogar, mirando hacia el mar de la tierra de Alicante, el mismo que contempla desde hace cuatro años, con el cigarro en los labios y la misma expresión soñadora que le acompañó siempre, que nunca le abandonaba. Todo ello después del exilio consentido de su añorado Madrid, cuyas calles continuaban con su ajetreo constante, en contraposición con el sosiego al que ahora se enfrentaba.

Se levantó y se miró al espejo. Más arrugas, menos pelo. Observó el cigarrillo, le dio una última calada y lo arrojó por el retrete, contemplando como se escapaba la vida, dando vueltas, aunque aún sabía que le quedaban mundos por descubrir y momentos  en los cuales disfrutar.

Cogió su gorra y se encaminó a la playa de la Albufereta para dar su paseo matutino y así exhalar aquel paisaje, aquel sentimiento exaltado de amor. Amor a una existencia que no deseaba que acabara, que comprendía que irremediablemente llegaría a su fin.

Su latir, en la vida, había aposentado la culpa, la tristeza, la angustia. Su mente había poseído brillantez e inteligencia, con los inconvenientes y privilegios que ello conlleva. Había buscado una sabiduría siempre humilde, una liberación de su alma encarcelada.

En ese momento, mirando al horizonte, evocaba historias pasadas. Con sus ojos se fijó en sus trabajadas manos, esas con las que en ocasiones creyó alcanzar la felicidad, entre cuyos dedos se le había escapado.

Caminó hasta una solitaria cala, ausente de gente, buscando una tranquilidad por todos deseada. Se quitó la ropa quedándose completamente desnudo, y abriendo sus brazos de cara al agua mediterránea, se quedó estático y en armonía con el medio. Siendo algo bello y natural.

Entonces, paso a paso, se sumergió en la espesura de las olas, sintiendo una libertad plena. Perdiendo todo temor. Hallando en ese instante su anhelada felicidad.

Dedicado a mi tío Albino.

Escrito el 27/09/2013.

LA HUIDA HACIA UNO MISMO.

Salió de uno de los hoteles que se ubicaban en frente de la playa del Sardinero, con su cámara en las manos y su mochila al hombro. La cadencia de su respiración se tornaba cada vez más pausada, más acompasada. Le iba envolviendo una tranquilidad que proporcionaba a su cuerpo un sosiego deseado por todo ser humano. La brisa marina le acariciaba el alma. Aquellos cinco días de descanso le fueron necesarios para reflexionar, para continuar el camino que se había propuesto hace un año, y que por motivos familiares tuvo que posponer.

Miró hacia el horizonte respirando su olor a sal y arena, poniéndose a andar sin un destino prefijado, caminando en dirección opuesta a la salida del sol, que vigoroso y brillante invadía con sus rayos la ciudad de Santander.

Llegó a un parque repleto de palmeras que circundaban una pequeña plazoleta que tenia un mirador en uno de sus extremos, el cual apuntaba, entre desafiante y dubitativo, a esas aguas hoy tranquilas del mar Cantábrico. Se sentó observando el vaivén de las olas, que chocaban contra la orilla retrocediendo al momento, con un ritmo monótono y contenido. Con la voluntad férrea de la constancia.

Fue entonces, ante aquella visión de calma plena, que sintió paz. Una paz interior jamás conocida por él, liberando así su mente de antiguos grilletes, los cuales le habían tenido amarrado al pasado, a una moral intransigente que ahora se alejaba de su pecho jugando con el viento, permitiendo a su corazón tener un latir más intenso. Más real. Preparado ahora para amar y ser amado. Listo para soñar, para dibujar un futuro lleno de esperanza, carente de odio, completo de pasión. Pasión por esta vida que se le antoja única, que no quiere que desaparezca sin haberla sentido auténticamente, sin haberla amado con intensidad.

Se levantó y extendió los brazos, invadiéndole así la energía positiva que posee el cosmos, del que él es parte. Exhalando alegría. Gritando con su voz un tanto áspera la palabra: LIBERTAD.

Escrito el 24/09/2013.

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MEZCLARSE CON LAS OLAS.

Miro por la ventana y vislumbro un campo diáfano, cuya senda conduce a la escarpada costa. Tomo un sorbo de café ensimismado con su humo. Con el color oscuro del caliente liquido que contengo entre mis manos. Que se encuentra preso en la taza. La habitual, la de cada día.

Miro la estancia atestada de muebles. Tan saturada como mi delicada mente. Que está exhausta de tanto pensar. Triste ante lo que sus ojos ven. Por este mundo en el que habita. Por la historia que le ha tocado en desgracia vivir.

Me pongo el abrigo de ante negro. Reflejo de mi alma sombría. Que ostenta un corazón melancólico. Aquel que posee mi cuerpo desde hace mucho tiempo. Tanto, que no lo recuerdo.

Salgo por la vetusta puerta que da al exterior. A la cruel realidad. Y encamino mis dubitativos pasos a través de un campo de amapolas. De un rojo tan intenso como el de la sangre que recorre mis venas. Que circula debido al bombeo de mi cansado corazón. Cansado de latir. De su continuo uso. Del abuso producido en él por el dolor. Por el exceso de sufrimiento.

Evoco buenos momentos. Los que se encuentran lejanos. Los que se hallan en la niñez. Cuando los brazos de mis padres me protegían de las cruentas tempestades. De la lluvia incesante. La que asola mi pecho en este momento. Debido a su sentimiento de absoluta soledad. La que contiene mi ser errante. Mi personalidad vagabunda.

Llegando al fin a la escarpada costa. Descubriendo ante la mirada el poder del mar embravecido. Que me insta a seguirle con su obsesivo rumor. Que atrae mi cuerpo con pasión. La de la deseada muerte. Que hasta ahora siempre se ha mantenido en espera. Que en este momento llega como un dulce regalo de liberación. El pretendido por esta  carne que comienza a pudrirse. Aposentando mi ser bajo las olas salvajes que rompen contra las rocas con fuerza inusitada. Sucumbiendo así mi persona a los encantos de este querido lugar.

Hallándome en este instante entre las olas que marcan el fin de mi existencia.

En esta amada tierra que en este preciso momento me ve perecer.

Escrito el 14/09/2013.

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LA BRISA.

El cielo se encontraba encapotado. El mar embravecido. Las olas estaban acosando a los peines del viento. Y a lo lejos su visión. La de una figura difusa que se acercaba lentamente. Con sus pies descalzos acariciando la fina arena de la orilla de aquel vetusto mar. El mismo en cuyo seno se disputaron cruentas batallas. Recordadas ahora tan sólo en los libros de historia. En algún vestigio de la ciudad.

En aquella playa. La que el artista descubrió con aspecto de payaso. Se aposentaba mi cuerpo. Puesto que mi mente se hallaba lejana. En otro mundo. El suyo. Retornando ahora a la tierra.

Debido a su presencia abandoné la compañía de Morfeo. Sustituyéndola por la de Cupido. Cuya flecha acechaba en aquel instante mi corazón.

Mientras, ella, paso a paso, cada vez se acercaba más. Permitiéndome así por un momento abandonar mi sentimiento de absoluta soledad. Y el auto convencimiento de un desarraigo mantenido con la vida y con el amor.

Su pelo moreno bailaba con la brisa. Su cuerpo grácil y esbelto ostentaba la más bella obra de arte. Debido a ello no pude reprimir un latir desbocado. Que me ahogaba. Que con su fuerza luchaba por escapar de mi pecho.

Su mirar nunca se posó en mi ser. Jamás sabrá de mi existir. Con su mochila al hombro la recordaré. Así fue como huyó de mi deseo. Que ahora se mantiene errante. Como el fiel vagabundo que soy.

Mas en mi pensamiento. Cuando la nostalgia me conmueve. Evoco aquel día nublado ayudado por una fotografía furtiva. En cuyo objetivo se reflejó un ángel. Aquel que su presencia para siempre perdí.

Escrito el 12/09/2013.

EL PACTO.

Llegué a casa tarde. Mis padres estaban acodados en la mesa de la cocina, sentados medio a oscuras, con la única luminosidad de la luz que desprendía la bombilla del extractor de humo. Esa sensación lúgubre estaba acrecentada por las lágrimas que se desprendían de los ojos de mis progenitores. Tenían las manos entrelazadas, amarradas con fuerza. Me senté enfrente y uní mi mano a las suyas. Fue entonces cuando mi madre me relató que le habían descubierto un tumor terminal, que le quedaba poco tiempo de vida.

Quedé perplejo, les miraba a uno y a otro sin saber qué decir, qué hacer. Yo soy un enfermo con Esquizofrenia, sin mi madre soy medio yo. Si encima mi padre, de por sí introvertido, se metiese en si mismo, yo no podría hacer nada. Estaba abocado al fracaso. Por otro lado, María era la razón de vivir de mi padre, su luz y guía, se vería ciego sin ella, y la vida sería más infernal que la propia muerte. Yo lo sabía, él lo sabía, los tres éramos conscientes. Entonces supe qué decir. He hicimos un pacto.

Al día siguiente fuimos a ver a mi abuela materna. Se encontraba en una residencia, en un pueblo cercano de la ciudad en la que vivíamos. Recuerdo música. Fuimos callados todo el trayecto siendo invadidos por melodías tipo pop. La abuela se alegró de vernos. La sacamos al jardín de flores aromáticas. Estuvimos hablando del abuelo, muerto años atrás, del pueblo dónde vivió su infancia mi madre, de lo difícil que se hacía sacar adelante una familia en aquellos años, y del tiempo, que estaba cambiando, pues acababa de entrar la estación de otoño. Fue una tarde agradable. Yo me encontraba plenamente agradecido.

Nos despedimos y fuimos hacia el vehículo familiar. Antes de entrar en él, nos abrazamos. Nos dimos besos llenos de ternura. Y medio llorando montamos en el coche. Esta vez no pusimos música, era mi madre la que cantaba canciones que recordaba de cuando era niña. Padre e hijo la escuchábamos en silencio. En un momento dado, a mitad del trayecto, el pie del acelerador empezó a imprimir fuerza. No recuerdo mucho más que aquel muro de hormigón aproximándose cada vez más rápido, la voz de mi madre cantando medio en susurros, y que antes del golpe final entrelazamos las manos aferrándonos con fuerza a lo que más amábamos.

Ahora nos encontramos en nuestro propio funeral, con nuestros etéreos cuerpos mirando como lloran familiares y amigos. No llueve. Luce un sol espléndido. Lo que hay en los ataúdes nos representa, pero no somos nosotros. Ahora somos los recuerdos en la mente de los nuestros.  Los tres seguimos asidos a lo que más queremos, y lo más importante es que estamos juntos.

En homenaje a mis padres.

Escrito en Octubre de 2012.

CINEFILIA

Me encontraba con las rodillas hincadas sobre el asfalto. La cabeza inclinada. El recipiente de plástico con apenas unos céntimos delante, a pocos centímetros de mí. Con la ropa  llena de mugre. El olor a sudor instalado en las axilas. En una calle del centro de Madrid. La ciudad de la que nunca me he movido. A la que siempre he pertenecido.

Estaba oscureciendo, era hora de volver al hogar. Cogí el recipiente. Me metí las monedas obtenidas en el bolsillo y me dirigí a la boca de Metro más cercana. Aproveché la ausencia del guarda de seguridad para saltar por encima del torno. Esperé al tren y me metí en el vagón. La gente me evitaba. Causaba repulsión. Preferían quedarse de pie antes de sentarse a mi lado. Llegué a mi destino.

Subí los escalones. Giré la llave de la cerradura. Traspasé el umbral. Me di cuenta de lo absurdo de echar el cerrojo. La puerta se podría abrir de un puntapié. Además, no había nada de valor en el piso de un solo cuarto. Un colchón en el suelo, una mesilla de noche de dos cajones con la pintura descascarillada, y una maleta con algo de ropa en un rincón. Abrí el cajón de arriba y cogí una lata de atún. Me senté en el colchón. Me la comí. Después abrí el de abajo. Saqué una bolsa con las monedas que tenía ahorradas. Las conté. Sentí que mi pecho se henchía de emoción cuando descubrí que había ahorrado lo suficiente como para ir a una sesión de cine. Salí de nuevo a la calle. Me daba tiempo de acudir a la última sesión.

Compré la entrada de una película de las denominadas de autor. En la sala se estaba caliente. Todo lo contrario que en mi gélido piso sin calefacción. Me coloqué en la última fila. Cerca de una pareja de adolescentes. Se apagaron las luces. Vi como se deslizaba una mano sobre un muslo, como ella acariciaba su pecho por encima de la camisa y como comenzaron a besarse. Decidí concentrarme en la pantalla.

En las primeras escenas mi mente se desvió del argumento. Pensé en mis años de niñez. Mi madre me llevaba de la mano. Iba a entrar a ver mi primera película. Mis dos hermanos mayores iban con nosotros. Estábamos todos menos mi padre. Ausente. Recordaba tan solo una escena de aquella película. Un helicóptero persiguiendo a dos personas que corrían por un polígono. La película se llamaba “Trueno azul”. Después mi consciencia viró hacia la primera vez que fui a la piscina. Cómo lloré porque me daba miedo tirarme al agua. Cómo una niña de rostro difuso y mi madre me convencieron para meterme. Cómo disfruté de la experiencia. El concierto de mi hermana en un casino. Sus manos en el teclado. La música inundando la sala. Las felicitaciones y alabanzas que la prodigaron. Lo orgulloso que me sentí de ser su hermano. Recordé el placer que sentía las tardes de patio en el colegio. Yo con mi balón. Tirando a la canasta. Mi primer partido oficial, cuando conseguí nueve puntos. Una barbaridad a esas edades. Y como me nombraron líder de baloncesto en cuarto de EGB. Lo importante que me sentí. Como algo hermoso vi a mi padre a mi lado. En una exposición de pintura. Años más tarde en un viaje a Cartagena. Su tierra. Y la nostalgia de esos dos momentos hizo que me diera cuenta de una lágrima recorriendo mi cara. Me descubrí riéndome con las tonterías de mi hermano. Siempre me hacía reír. Vi a mi madre. Enferma. Mostrándome una sonrisa. El primer beso. Bajo los álamos. Con la brisa de verano agitando sus ramas.

En ese momento regresé. Terminó la ensoñación. En la pantalla se sucedían las letras de los créditos finales. Las luces se encendieron. Salí de vuelta a la fría y oscura noche. Llegué a mi paupérrima casa. A mi herrumbroso edificio. La realidad me golpeaba de nuevo. Me tumbé en la cama. Y cerré los ojos con la ilusión puesta en la próxima vez que pudiera ir al cine.

Escrito el 16/12/2012.

 

EL ÚLTIMO MOMENTO FELIZ.

Fue el día que estuvo junto a ella. Su ser más preciado. Con la que hablaba otro idioma. El del sentimiento. El del corazón. Acabando por ser falso.

Allí se les veía. Sentados una tarde de verano en un parque. Él intentaba traducirle un poema que había realizado para ella. Mientras. Las golondrinas correteaban por el aire. El sol descendía lentamente. El transcurrir del segundero se tornó cruel. Ajeno al momento. Las ramas de los árboles se agitaban levemente. La tenue brisa acariciaba sus rostros. Que reflejaban un brillo especial. Una alegría plena. Estaban ahí. El uno y el otro. Allí se les veía. Sentados en un parque. Sin sospechar que las creencias de ella ponían un muro entre ambos.

El la invitó a cenar. En un instante en que sólo ellos existían. Nadie más. Ella en los ojos de él. Él en los ojos de ella. Compartieron comida y risas. Alguna confidencia. Y se atrevió a prometerla que siempre estaría a su lado. Que nunca la abandonaría. Y esto hizo que diese un vuelco su temeroso pecho. Ella comenzó a sentir algo verdaderamente fuerte. Un torbellino de pasión. Algo llamado amor.

Después él tenía que marchar. Volver a su hogar. La oscuridad ahora dominaba el cielo. Pero ella no se lo permitía. No quería que se acabara aquel instante. Tan real. Tan mágico.

Accedió a esperar el último tren. Puesto que tampoco quería alejarse. Se sentaron en distinto lugar. Otro parque. Mismo mutuo latir. Con la sombra de la creencia de ella acechándoles. Vigilante.

Ella aposentó la cabeza en su hombro. Él supo entonces el significado de la palabra felicidad. Llegando la hora de la despedida. El tren del adiós.

Desde que vio su figura alejarse. Perderse en aquel sombrío andén. Un intenso miedo se apoderó de ella. Uno atroz. El del temor a Dios. Que robó su imaginaria felicidad. Comenzando así a ocultar su amor.

Empezó a darle evasivas. A no sincerarse. Él no lo entendió. Y su latir alegre se tornó en oscuridad. La misma que les cubría en la noche aquella en la que casi alcanzó con sus dedos la belleza. Convirtiéndose todo en tristeza creciente.

Lo último que supo de ella es que se refugió en su Dios. Excluyendo así todo lo demás. Abandonando el mutuo sentir, por el diferente pensar. Envolviéndole a él en un perpetuo dolor. En una eterna desconfianza.

Lo que sabemos de él, es que se centró en su escritura. Que el transitar de su tiempo fue gris. Manteniendo en su mente la falsa visión de aquel ángel. Aquel corazón traidor. Y sintiendo su cabeza apoyada en su hombro. Pensando en lo que pudo ser. Lo que no fue. Con un último hálito en el ocaso de su vida la felicidad recordó.

EL PARAÍSO PERDIDO

Siento en la planta de mis pies el suave roce de los finos granos de arena. Una agradable brisa acaricia mi cara. El sol desciende llegando a su ocaso. De mi mano camina la mujer querida. La amada. La musa que propicia mi obra. La única con  auténtico sentido. La que aún no he acabado. La que está por comenzar. La que será escrita con la tinta indeleble de la eternidad.

Dando círculos sobre sí misma. Con los brazos extendidos. Volando en tierra firme. Un cuerpo grácil., lleno de belleza. Libre de prejuicios. Alejada de odios y frustraciones. La creación en persona. Mi legado. El fruto que une nuestros lazos aún más. La hija que probablemente nunca tendré. La que sólo es representada en mis sueños.

Miro hacia el mar. Inmenso y azul. Encamino mis pasos a él. Que me atrae con su misterio. Dibujándose una sonrisa en mi rostro. Porque a ambos lados se encuentra lo amado. Lo que no existe. Lo que probablemente nunca lo hará.

Nos adentramos despacio. Notando como el frío hiela nuestros corazones. Siendo ellos uno sólo. El mío. Que se torna insensible. Duro como un témpano. Despertando así en la oscuridad de la noche. En la soledad de mi cuarto.

Sintiendo haber perdido el paraíso. El que únicamente es encontrado en los brazos de Morfeo. El que seguiré buscando lejos del mundo onírico. Lejos de la irrealidad.

Comprendiendo que nunca será hallado.

POSIBLE ÚLTIMA VEZ

Bajamos por la adoquinada cuesta que conduce a la residencia donde habita una mujer recia y valiente. Que se halla en el último trecho que por ella debe ser recorrido. Es un día caluroso. Sofocante. De cielo encapotado. Llamamos al timbre. Una puerta de rejas grises se abre, permitiendo nuestro acceso.

Los tres miembros de la familia que nos mantenemos unidos. Debido al crecimiento, y por consiguiente, inevitable disgregación por parte de mis hermanos del suelo paterno. Permaneciendo únicamente yo. Quizá el más débil. Firmamos el registro de visitas.

Nos encaminamos a continuación por largos y oscuros pasillos. Dejando a nuestro paso habitaciones a ambos lados. Las celdas de almas viejas que esperan su Juicio Final. Llegando así a la puerta buscada. Hecha de madera. Con un bajorrelieve cincelado a la altura de la cabeza. Que muestra un número determinado. Giro el pomo y permito pasar a mis padres. Entrando los tres en silencio. Con el debido decoro. Con la prudencia adquirida.

Allí se encuentra ella. Con su pelo cano. Entre aquellas cuatro paredes llenas de soledad.  Sentada en su silla de ruedas. De cara a la ventana. Como mirando a través de los cristales. Aunque sus ojos sólo son capaces de intuir movimientos envueltos en una nebulosa grisácea y blanquecina.

Su amada hija. Mi madre. Roza con sus labios la mejilla de esta anciana mujer. Que esboza una sonrisa sincera y hermosa. Quizá una de las más bellas que yo haya contemplado jamás. Pareciendo dar vigor a su rostro. Un rostro que expresa en su rugosa piel el triste ocaso de una existencia plena. Cuya travesía en esta vida, pronto se tornará recuerdo. En nuestra mente. Que se quedará con el sabor de la  añoranza. Manteniendo su imagen  plasmada en las fotografías que se le han ido realizando.

Entonces aparece a su lado mi padre. Dándole otro beso. Preguntándola por su salud. A lo que ella, volviendo su cabeza y su alegría hacia él. Contesta con un amable: bien, gracias. Teniendo aún la capacidad de reconocer a sus seres más cercanos. Aunque empieza a tener ocasiones en las que se abruma, y se le crean lagunas mentales. Haciéndola perder la noción de quien es y de donde se encuentra.

Y por último yo. Su nieto. El que le escribe algunos textos intentando provocarle pequeñas dosis de felicidad. Mientras comprenda mis palabras. Mientras se acuerde del humilde autor que escribe estas letras. Y que se sorprende cuando ella coge mi cabeza entre sus manos. Pareciéndose en este instante a un artista observando algo verdaderamente valioso. Maravillado ante la presencia de su propio arte. Preguntándose como ha sido posible que sus manos hayan producido tanta belleza.

Salimos de su angosto cuarto. La conducimos hasta la pequeña, poco surtida, y escasamente usada, biblioteca de la residencia. Allí, con voz trémula, entona una melodía. Probablemente aprendida en la niñez. Una canción por nosotros desconocida. Que es una ofrenda a la Virgen del Sagrario. La que provocó la inspiración que propició sendos nombres, los de madre e hija. Que ambas ostentan orgullosas.

Después transcurre el tiempo velozmente. Envueltos en una conversación llena de nostalgia. De melancolía. Rememorando antiguas batallas ya vencidas. Asemejándose a la recapitulación  del argumento de una novela expresada por el propio realizador de la obra.

Y así, de forma inexorable. Imperturbables pasan las horas. Llegando el momento de la despedida. Sorprendiéndonos. Quedándose mi abuela en su desgastado trono. Que estará presente en su inevitable desfallecer. Siendo testigo de su más profundo suspiro. Del último hálito de su longeva vida.

Nos mira compungida. Pesarosa ante nuestra inminente marcha. Cuatro besos me otorga esta entrañable dama. Que como un sello quedan impresos en mi mejilla. Siendo como un tatuaje marcado con fuego. Que permanecerá perenne. Que no huirá puesto que su pesada ancla está clavada en mi pecho.

Nos alejamos. Ella se queda mirando hacia un incierto infinito. A la espera de recibir el afectuoso abrazo de su bondadoso y bienaventurado Dios. Que seguro le perdonará todos sus pecados. Y que es intuido ahora por ella muy cercano. Sabiendo que junto a ÉL, reposará su alma en un lecho eterno.

Abandonamos el edificio que representa el papel de última vivienda de nuestro ser amado. Sin poder saber si será la última vez que hayamos contemplado su sincera y bella sonrisa. La de esta mujer que presente se halla en mi sangre y en mi alma. Y que hasta mi certero fin, ahí permanecerá.

Escrito el 15/08/2013.

RENACIDA MUERTE

Renacida muerte.

Una cama en una habitación, situada en un odiado lugar. Quiero convertirme en polvo, algo que ahora no soy. Aunque se empeñen. Liquido salado en el almohadón. En la retina. Cuerpo etéreo. Tembloroso. Cojo el teléfono. Con cierta duda. Sin saber por qué y sabiéndolo perfectamente. Desaparecer. Permanecer. No tiene sentido. Quizá. Una luz que se emborrona, dificultosa para la vista. Una voz lejana. Ausente. Perturbados completamente los sentidos. Pastillas en la mesa que desaparecen. Un incoloro trago que hiela la garganta y a esperar.

Retazos de lo ya hecho. Un colegio. Un cuerpo sangrando por el costado. Balones rodando hacia una portería poseedora de una red color morada y amarilla. Personas nunca olvidadas a pesar de su independencia bajo el barro. Dolor. Algo negro con patas. Ausencia. Todo ello resumido en algo que rebosa y es convertido en soledad. Se para un reloj. Paz quebrantada por el ruido mesiánico.

Lo siento, perdóname. Pero la súplica no es consentida. Accedo a ir al hospital. Espero no llegar. Esperanza esquiva. Un automóvil condujo a dos personas queridas y al verdugo de sus penas a un día señalado.

Un gusano es introducido por mi esófago y arrastra la vergüenza de mis padres. Ahora la vergüenza se aposenta en mí.

Debería no ser. Pero soy. Al menos hoy. Historia repetida. Tiempo en sábanas blancas de algodón. Preguntas con respuesta. Mente en ebullición de materia inconclusa, reseteada.

Lloro en el hombro de una amada hermana. Salgo a un vestíbulo colmado de gente con cara circunspecta. Abrazos………. Cambio de planes.

Si merece la pena seguir está en suspenso. Si hay que quedarse es seguro. Al menos para reflejar dolor e interior simbióticos en unas líneas.

Pregunta vital, ¿es este el comienzo o el final de algo? Ambas son comprensibles. Lo seguro es que parte de mí murió aquel día. Ahora hay que explorar lo que renació. Espero que merezca la pena……..