Mi vida cambió una mañana que me encontraba nadando en el mar. En un momento dado oí como alguien exclamaba mi nombre. Sin embargo, yo avanzaba haciendo caso omiso. Con el tiempo he perdido el interés en cuestionarme si era consciente o no del peligro.
En definitiva, después del incidente pasé algún tiempo en el hospital. Estuve a punto de morir ahogado. En realidad eso no es muy preciso que digamos, y puede dar pie a alguna interpretación errónea. La verdad es que no tuve secuelas físicas. Mis músculos, órganos y articulaciones funcionaban de forma correcta. Digamos, por expresarlo de alguna manera más adecuada, que mi mal se había enraizado o procedía de mi espíritu. Por lo que en un pasillo largo y blanco con puertas a ambos lados no tuve más remedio que reflexionar. El especialista que me trató prohibió que me hicieran visitas, al menos los primeros días, y esto me ayudó. Me dio el alta cuando me vio con la suficiente fuerza como para luchar sin excesivo peligro contra mi integridad con aquello que me oprimía el pecho.
A partir de aquel entonces me aficioné a los trenes. Siempre intentaba ir con muy poco equipaje, y pernoctaba en pensiones baratas si el tiempo no acompañaba para dormir al aire libre. Mis padres eran comprensivos quizá porque veían que me venía bien la distancia. Me dejaron desplegar las alas para que intentase encontrar mi propio camino.
En uno de mis breves retornos al hogar conocí a alguien. No sé si me gustó desde el principio o simplemente llamó mi atención. Es de otro país, de diferente cultura y distinta mentalidad, no sé los cómos ni los porqués, pero decidimos juntarnos. Ahora, mientras la noche aún lo inunda todo y yo estoy escribiendo en silencio, ella duerme en la alcoba abrazada a nuestro hijo.
Así es como abandoné mi afición por los trenes y el deseo de adentrarme demasiado en ningún mar. Me he asentado, soy feliz cuando ellos sonríen y el aire consigue entrar mejor en mis pulmones.
He hallado al fin la paz.
Escrito el 08/12/2020