Me encontraba con las rodillas hincadas sobre el asfalto. La cabeza inclinada. El recipiente de plástico con apenas unos céntimos delante, a pocos centímetros de mí. Con la ropa llena de mugre. El olor a sudor instalado en las axilas. En una calle del centro de Madrid. La ciudad de la que nunca me he movido. A la que siempre he pertenecido.
Estaba oscureciendo, era hora de volver al hogar. Cogí el recipiente. Me metí las monedas obtenidas en el bolsillo y me dirigí a la boca de Metro más cercana. Aproveché la ausencia del guarda de seguridad para saltar por encima del torno. Esperé al tren y me metí en el vagón. La gente me evitaba. Causaba repulsión. Preferían quedarse de pie antes de sentarse a mi lado. Llegué a mi destino.
Subí los escalones. Giré la llave de la cerradura. Traspasé el umbral. Me di cuenta de lo absurdo de echar el cerrojo. La puerta se podría abrir de un puntapié. Además, no había nada de valor en el piso de un solo cuarto. Un colchón en el suelo, una mesilla de noche de dos cajones con la pintura descascarillada, y una maleta con algo de ropa en un rincón. Abrí el cajón de arriba y cogí una lata de atún. Me senté en el colchón. Me la comí. Después abrí el de abajo. Saqué una bolsa con las monedas que tenía ahorradas. Las conté. Sentí que mi pecho se henchía de emoción cuando descubrí que había ahorrado lo suficiente como para ir a una sesión de cine. Salí de nuevo a la calle. Me daba tiempo de acudir a la última sesión.
Compré la entrada de una película de las denominadas de autor. En la sala se estaba caliente. Todo lo contrario que en mi gélido piso sin calefacción. Me coloqué en la última fila. Cerca de una pareja de adolescentes. Se apagaron las luces. Vi como se deslizaba una mano sobre un muslo, como ella acariciaba su pecho por encima de la camisa y como comenzaron a besarse. Decidí concentrarme en la pantalla.
En las primeras escenas mi mente se desvió del argumento. Pensé en mis años de niñez. Mi madre me llevaba de la mano. Iba a entrar a ver mi primera película. Mis dos hermanos mayores iban con nosotros. Estábamos todos menos mi padre. Ausente. Recordaba tan solo una escena de aquella película. Un helicóptero persiguiendo a dos personas que corrían por un polígono. La película se llamaba “Trueno azul”. Después mi consciencia viró hacia la primera vez que fui a la piscina. Cómo lloré porque me daba miedo tirarme al agua. Cómo una niña de rostro difuso y mi madre me convencieron para meterme. Cómo disfruté de la experiencia. El concierto de mi hermana en un casino. Sus manos en el teclado. La música inundando la sala. Las felicitaciones y alabanzas que la prodigaron. Lo orgulloso que me sentí de ser su hermano. Recordé el placer que sentía las tardes de patio en el colegio. Yo con mi balón. Tirando a la canasta. Mi primer partido oficial, cuando conseguí nueve puntos. Una barbaridad a esas edades. Y como me nombraron líder de baloncesto en cuarto de EGB. Lo importante que me sentí. Como algo hermoso vi a mi padre a mi lado. En una exposición de pintura. Años más tarde en un viaje a Cartagena. Su tierra. Y la nostalgia de esos dos momentos hizo que me diera cuenta de una lágrima recorriendo mi cara. Me descubrí riéndome con las tonterías de mi hermano. Siempre me hacía reír. Vi a mi madre. Enferma. Mostrándome una sonrisa. El primer beso. Bajo los álamos. Con la brisa de verano agitando sus ramas.
En ese momento regresé. Terminó la ensoñación. En la pantalla se sucedían las letras de los créditos finales. Las luces se encendieron. Salí de vuelta a la fría y oscura noche. Llegué a mi paupérrima casa. A mi herrumbroso edificio. La realidad me golpeaba de nuevo. Me tumbé en la cama. Y cerré los ojos con la ilusión puesta en la próxima vez que pudiera ir al cine.
Escrito el 16/12/2012.