Se encontraba sentado en la terraza de su hogar, mirando hacia el mar de la tierra de Alicante, el mismo que contempla desde hace cuatro años, con el cigarro en los labios y la misma expresión soñadora que le acompañó siempre, que nunca le abandonaba. Todo ello después del exilio consentido de su añorado Madrid, cuyas calles continuaban con su ajetreo constante, en contraposición con el sosiego al que ahora se enfrentaba.
Se levantó y se miró al espejo. Más arrugas, menos pelo. Observó el cigarrillo, le dio una última calada y lo arrojó por el retrete, contemplando como se escapaba la vida, dando vueltas, aunque aún sabía que le quedaban mundos por descubrir y momentos en los cuales disfrutar.
Cogió su gorra y se encaminó a la playa de la Albufereta para dar su paseo matutino y así exhalar aquel paisaje, aquel sentimiento exaltado de amor. Amor a una existencia que no deseaba que acabara, que comprendía que irremediablemente llegaría a su fin.
Su latir, en la vida, había aposentado la culpa, la tristeza, la angustia. Su mente había poseído brillantez e inteligencia, con los inconvenientes y privilegios que ello conlleva. Había buscado una sabiduría siempre humilde, una liberación de su alma encarcelada.
En ese momento, mirando al horizonte, evocaba historias pasadas. Con sus ojos se fijó en sus trabajadas manos, esas con las que en ocasiones creyó alcanzar la felicidad, entre cuyos dedos se le había escapado.
Caminó hasta una solitaria cala, ausente de gente, buscando una tranquilidad por todos deseada. Se quitó la ropa quedándose completamente desnudo, y abriendo sus brazos de cara al agua mediterránea, se quedó estático y en armonía con el medio. Siendo algo bello y natural.
Entonces, paso a paso, se sumergió en la espesura de las olas, sintiendo una libertad plena. Perdiendo todo temor. Hallando en ese instante su anhelada felicidad.
Dedicado a mi tío Albino.
Escrito el 27/09/2013.