Fue amor a primera vista, la casa que siempre había deseado. Constaba de dos plantas, en la de abajo, al fondo un servicio y la cocina, en el medio un salón, y a continuación la escalera que subía a la planta de arriba, todo ello amueblado con buen gusto. Destacaban un sofá de piel, una mesilla de cristal en el centro, y las estanterías repletas de libros que rodeaban la estancia.
Al subir veías un pequeño recibidor con una alacena repleta de cajas encima del hueco que dejaba la escalera, contiguo a esto, al traspasar una puerta, el despacho y su imponente mesa de roble, y al final la habitación principal con otro servicio semejante al de la planta de abajo que servía de colofón al que soñé sería mi hogar.
A la hora de preguntar por el precio y los trámites, me sorprendió no sin cierta alegría que traté de disimular lo barato de aquel lugar. Sin duda no estaba acorde con el precio ni de los inmuebles de la zona, ni de las características propias de la vivienda. Fue entonces cuando con cierto recelo pregunté el porqué al agente que me estaba enseñando la casa, él me relató que el sitio había pertenecido a un viejo excéntrico y huraño, se le veía hablar solo por las calles o en el bar, parecía ausente, contaba historias inverosímiles que se inventaba, eso cuando no se paraba a escribir de repente en un cuaderno, casi compulsivamente, cualquier tontería que se le ocurriese a aquella mente enferma. En el barrio decían que estaba loco, y al heredero de la propiedad únicamente le traía esto malos recuerdos.
El agente se encogió de hombros y espetó: ¨esa es la historia, ni sé más de ella ni probablemente habría más que contar¨.
Al día siguiente realicé la oferta y en dos semanas aquella vivienda fue mía, era finalmente mi hogar. Limpié, tiré algunas cosas que no me servían, y observé a tenor de los libros que encontré que aquel desdichado anciano debería haber sido una persona bastante culta, interesado tanto por lo que ocurría a su alrededor, así como por el ser, su funcionamiento y su esencia.
Después de esto llegó el ocaso y pasé mi primera noche aquí. Me noté inquieto, nervioso, y al cabo de un rato me levanté. Encaminé mis pasos hacia el escritorio, cogí una hoja en blanco y un lápiz, inspiré y me puse a escribir. A medida que las palabras rellenaban el folio sentí una especie de plenitud, de gran alivio, cierta sensación de control sobre mi mismo y sobre todo aquello que me rodeaba, un cierto y agradable sentimiento de poder.
Al amanecer siguiente, al despertarme, me propuse arreglar la alacena, comprobé que aquellas cajas que había allí se encontraban repletas de amarillentos papeles, hojas con letra casi ilegible, escritas con mucha rapidez, como si su autor supiese que le faltaba poco tiempo para narrar lo que en verdad quería que no se perdiese, lo que deseaba o necesitaba contar.
En un momento dado dejé a un lado esos folios y regresé a la que era ahora mi mesa, cogí mi lápiz y reanudé lo que empezaba a ser mi gran obra. Para mí estaba comenzando una nueva vida.
Al mes, desesperado y exhausto, en un momento de lucidez, quise denunciarlo como vicio oculto, alegué que esta vivienda producía exceso de creatividad y escritura compulsiva. Sin embargo todos se rieron.
Ahora este hogar está lleno de los cuentos que plasmaron mis manos, y en este instante soy yo el loco excéntrico y huraño. Mi demencia consiste en continuar narrando la obra que otro me dejó como una maldición entre estos muros, o quizá realizó antes de morir un conjuro, para que yo inevitablemente siguiera con su siniestro encargo.
ESCRITO EL 08/02/2015.