No tenía nada de especial, parecía un día como otro cualquiera, uno cargado de la misma monotonía que me hace pensar a veces que no debo esperar mucho de esta vida.
Por aquel entonces trabajaba de recepcionista en un casino de la zona centro de Madrid, tenía un futuro incierto, muchos sueños en la maleta, y quizá excesivos pájaros en mi cabeza. No sabía qué debía esperar de mí mismo, estaba algo confuso entre tanto bullicio habituándome como podía a una ciudad nueva, a un mundo diferente, uno que no comprendía aún bien del todo. Sin embargo, fue en aquel día que no parecía para nada especial cuando cambió mi destino, porque en aquella media mañana a la que le amenazaba con su agua un cielo encapotado de gris entré en ¨La Austriaca¨, y me senté en un taburete en una de sus barras.
No conocía aquel sitio, no te conocía a ti. Entre plato y plato te vi pasar y de repente se difuminó todo. Se quedaron en silencio las conversaciones, desaparecieron las risas, así como la gente que nos rodeaba, nada existía en aquel instante excepto tú y yo, y el reloj en lo alto se dio bien cuenta de ello queriendo pararse, o más bien esa fue mi ilusión, pero la única verdad es que nunca lo hizo, jamás por nadie el tiempo se frenó.
Allí estabas tú con tu juventud, la única mujer de pelo rubio y sonrisa incandescente que me hizo dudar de si debía o no acercarme, de si podría salirme algo de voz por mi de improviso ahogada garganta, mas fui valiente por esa vez y te hablé como nunca creí que lo haría hacia nadie, como ya jamás lo volvería a hacer, y aquella tarde la Gran Vía comprobó cómo mi inocente y ansioso corazón se aceleraba a cada paso.
Apenas pude dormir después gracias a un feliz insomnio, tu imagen estaba impregnada por las paredes de aquel pequeño y solitario cuarto en el que habitaba. Pensaba aquella fría noche en nuestra nueva cita en ¨La Austriaca¨, en si realmente aparecerías o por el contrario al no encontrarte allí te convertirías con el tiempo en un dulce recuerdo, en uno de esos a menudo bellos fantasmas que sin dejar rastro alguno desaparecen.
Quizá no me equivoqué en nada y sin embargo allí te vi al día siguiente, al igual que nos vio la luna hacer el amor en una habitación del hostal que se encontraba justo al lado.
Todavía no llego a comprender muy bien lo que pasó, como se esfumó aquella alegría que creía compartida. Pasamos un mes juntos entre comida casera y los besos furtivos que nos dabamos a escondidas, quizá rodeados de demasiado misterio, un misterio que se convirtió poco a poco y de repente en tu ausencia.
Te fuiste sin dejar rastro, sin una nota, sin ninguna palabra, sin tan siquiera una razón que intentara mentirme. Desapareciste y el reloj que estaba en lo alto soltó una sonrisa resignada, una sonrisa triste, puesto que supo que mi pasión estaba destrozada, y eso es algo que para él es una tan repetida como vieja historia.
Ese fue el infeliz impulso que me hizo agarrar una pluma y sacar un papel de mi cartera, y ya no estaré nunca seguro, pero creo que sobre aquella barra escribí el que ha sido mi mejor poema de amor. Al salir de allí se lo regalé a un vagabundo olvidando así para siempre unas letras que no obstante todavía hacen que arda por dentro.
Desde entonces no he parado de escribir, no sé si lo sabes, y reconozco que aunque ahora tengo muchas más cicatrices, la que tú me dejaste es la única que aún en ocasiones sangra, y sin quererlo del todo pero deseandolo intensamente vuelvo a ¨La Austriaca¨, y sonrío, y entre bocado y bocado de vez en cuando alzo mi copa. Brindo por tu recuerdo, porque estando allí tengo siempre la ilusión de reencontrarte, y porque sus sabores me transportan a un tiempo de ensueño, a un mundo lejano en el que fui realmente feliz, puesto que ese es y será nuestro rincón, el lugar en el que me enamoré de ti.
Escrito el 25/11/2015.