Camino por una senda de tierra y amapolas, a ambos lados jóvenes pinos me otorgan su sombra, a cada paso que doy razono si hice bien esto o aquello, si con el resultado obtenido de mis propias decisiones estoy realmente contento.
Un tren transita por su vía, con un golpe de viento me proclama su adiós, yo estoy ahora parado en el solitario andén, observando como se pierde en la lejanía la que quizá era mi última oportunidad.
Regreso al hogar como siempre, pensativo y con nostalgia, por las ocasiones de ficticio éxito que se fueron, por aquellas que dejé sin razón alguna marchar. La ciudad se contrae y me oprime, se expande y me hace libre, ella fue la que me eligió, y yo la corresponderé amándola, hasta que mi corazón ceda, hasta que suspire en su último instante.
En Madrid, en su colosal mezcla castiza, aposenté mi alma en pena, se la ofrecí a su cielo y su subsuelo, en el cual me encuentro esperando un milagro, que nunca llega, que no lo hará nunca. Sin embargo, a este lugar maldito le disculpo y le quiero, a pesar de sus múltiples defectos.
Llego a mi transitada y maloliente calle, llena ésta de humo que obstruye la garganta, de gente que sin cansarse se afana, que a pesar de su esfuerzo sólo consigue quedarse estática, que se apresura en lo que realiza para poder olvidar, alejar su melancolía, pues aunque mucho mayor es la tristeza que les rodea, su ceguera es la que les hace que su llanto sea en vano.
Subo unas escaleras de mármol e introduzco mi llave en una cerradura, que cede, entrando en silencio en aquella casa, la mía, que me reconoce saludándome con su calor sutilmente.
De repente, cual estrella deslumbrante al fondo del pasillo, aparece ella, mi compañera y amante, la única que consiguió remover mi pétreo y helado pecho, la mujer que lo hizo latir con una inusitada intensidad. Justo detrás de ella aparece una diminuta criatura corriendo hacia mis brazos, ella es nuestra hija, a la que ambos educamos, y al fin caigo en la cuenta de que en estos seres se halla mi esperanza, la ilusión que me incita a respirar, la verdadera razón que yo encontré para vivir.
Es entonces, en el momento en el que siento más cercanos sus cuerpos, cuando se disipan todas mis dudas, dándome igual los sueños de juventud abandonados, porque sé que al renunciar a ellos alcancé lo más bello, lo único que merece la pena en mi trayecto, aquello que me enseñó cual es el auténtico significado de la palabra felicidad, lo que deseo que jamás termine, lo que con sinceridad y devoción yo amo.
Algo que hay que cuidar porque si no todo es un sinsentido, porque si no la muerte y su guadaña me acechan, porque si no, no me merece la pena seguir por un camino de espinas y aspereza.
Escrito el 21/04/2014.
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