LA DECEPCIÓN.

Yo fui tutor de segundo de bachillerato en un instituto de los denominados de prestigio, era la mañana de entrega del resultado de los exámenes del segundo cuatrimestre. Mi mente le daba vueltas a un asunto, la noche anterior no pude conciliar el sueño, me cuestionaba el por qué el alumno más brillante de la clase había sacado una cualificación tan mediocre en sus últimos exámenes, el profesorado y el mismísimo director del centro me conminaron para que hablase con él, puesto que desde hacía dos meses aproximadamente había empeorado considerablemente su rendimiento.

Entré en el aula con un fajo de papeles debajo del brazo donde se hallaban las notas de mis acólitos impresas, el silencio y la expectación reinaban en la sala, pero observé que el citado alumno parecía en ese momento ausente, con un lápiz en la mano trazaba líneas si sentido en su cuaderno sin prestar la mínima atención a lo que sucedía a su alrededor. Me pregunté si estaría aquel adolescente enamorado, puesto que quizá esa podría ser una de las causas de su descenso de ánimo y su inusualmente baja calificación, aunque ese no era motivo suficiente para su pésima actitud en aquellos últimos tiempos.

Al entregarle el examen comprobé que no le hizo caso alguno, entonces le dije que le esperaba en mi despacho al terminar la jornada, pero él me miró con unos ojos carentes de expresión, como si fuera un muerto viviente, y asintió con desgana, lo cual me hacía dudar si es que se había metido en asuntos de droga.

Al terminar las clases me encontraba indignado, mi enfado a lo largo de aquel día había ido en aumento. Llamaron a la puerta, era él, parecía cohibido, le pregunté de mala manera qué quería hacer con su existencia, le alcé la voz diciéndole que si no le daba vergüenza malgastar el dinero que costaba aquella educación, sin embargo el permanecía callado, le espeté sin miramientos que si su intención era seguir vagueando de este modo, que mejor estaría buscando un empleo de limpia cristales, ante lo que vi cómo le empezaron a caer lágrimas por el rostro para a continuación pronunciar un ahogado perdóneme y salir corriendo de la estancia en donde nos hallábamos.

Me largué un poco revuelto a mi hogar, dándole vueltas aún en la cabeza, ¿podrían cambiar tanto las personas en tan poco tiempo?

Al día siguiente, abrí la puerta de mi despacho, encima del escritorio había una carta con el nombre de mi alumno, en ella me expresaba su gratitud por mis enseñanzas, y me volvía a pedir perdón. Me contaba que estaba trabajando precisamente de limpia cristales desde hacía dos meses, su padre se había quedado en paro y debido a su edad no encontraba otro empleo, además su madre por problemas de salud no podía ayudarles en tal situación, por lo que tuvo que tomar a su pesar aquella decisión. Al no querer sus padres que dejase el instituto para guardar las apariencias, por lo menos hasta que acabase el bachillerato, había estado intentando estudiar por las noches, pero no podía con el ritmo, además del cargo de conciencia por estar pagando la educación con los escasos ahorros que le quedaban a su familia, y finalizaba pidiéndome por tercera vez perdón y dándome de nuevo las gracias.

Aquella mañana no se encontraba en el aula, nunca volvió.

Respecto a mi, dejé aquel empleo, no sabría decir si podré volver a ser educador, puesto que se me olvidó el porqué había elegido dicha profesión. No era pretendiendo que mis alumnos sacasen las mejores notas, jamás quise ser un mero resultadista, fue porque deseaba formar seres humanos, quería ayudarles a crecer como personas y así ellos podrían  ir transformando esta sociedad que a veces se comporta de forma enfermiza.

Con esta experiencia comprobé que yo había estudiado mucho, pero que realmente no había aprendido nada, y que mi mejor alumno verdaderamente si lo era, a pesar de bajar la calificación en sus notas.

De esta forma, desde entonces, el único que me puede decepcionar y que en esa ocasión lo hizo, aprendí que soy yo.

Escrito el 12/02/2014.

 

 

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