EL JOVEN ESTADISTA BARTOLOMÉ FERNÁNDEZ.

He conocido a personas con las más variadas y extravagantes aficiones, pero ninguna me caló tan hondo como lo hizo Bartolomé Fernández.

Conviví con él unos meses en parte del transcurso de lo que fue mi primera experiencia laboral como dependiente en una tienda de antigüedades. Me resultó desde un primer momento bastante peculiar, acudí al anuncio del alquiler de una habitación, y allí estaba él, con sus gafas y su rostro serio, un cuaderno en una de sus manos y un portaminas en la otra. Supongo que debió de ver algo agradable en mí, puesto que sin casi hablar y preguntarme las cosas lógicas de una entrevista como aquella accedió a que yo fuera desde entonces su compañero y amigo.

Bartolomé se dedicaba a la contabilidad de un par de empresas, pero su verdadera pasión era el mundo complejo de las estadísticas. Solía recortar las que encontraba en cualquier periódico o revista y las pegaba cuidadosamente encima de un folio con su fecha y algunas observaciones para clasificarlas. A veces salía a la calle a realizarlas él mismo, al igual que una vez al mes recibía una carta de su padre en cuyo sobre venían algunas de las que se había molestado en recopilar, así como una cuartilla informándole de cómo le iba en la lejanía, en aquel pueblo que vio crecer a Bartolomé y que según sus propias palabras: era un lugar de cuyo aburrimiento me fui para buscar una nueva experiencia.

Estos recortes y datos propios y ajenos los iba introduciendo en una cómoda de cinco cajones, en cada uno de ellos había colocado una etiqueta aclaratoria, allí se encontraban las estadísticas interesantes, importantes, curiosas, propias y catastróficas. En ocasiones refunfuñaba como lo hacen algunos abuelos y expresaba su disconformidad con alguna de ellas, intentándome explicar a continuación aquellos parámetros que se tuvieron en cuenta y aquellos que no, concluyendo que el mundo de la estadística a menudo era una falacia.

Yo, viéndole sentado horas y horas consumiendo su ocio de tal forma, siempre entre números y gráficos, rehuyendo de casi cualquier tipo de contacto social, del posible favor o incluso amor de una mujer, me preguntaba si lo que realmente era un engaño no sería su propia vida, la manera en que Bartolomé tenía de afrontarla.

En un amanecer cualquiera recibió una nueva carta, esta vez ni contenía estadísticas ni era de su padre, sino de un amigo de la familia. Después de leerlo atentamente arrugó aquel papel portador de malas noticias y lo arrojó a un rincón encerrándose en su habitación y saliendo al rato con una maleta. Yo observaba desde la puerta de mi cuarto, y hasta mi tumba me quedaré con el recuerdo de esa última mirada, de aquel silencio que me brindó y del frío que en aquel instante sentí. Se me grabaron para siempre en la memoria esos ojos tan llenos de una mezcla casi imposible de melancolía, rabia, dolor y amor.

En el momento en que cerré la puerta de aquel apartamento que no sé si volvió o volverá a tener dueño, después de los cinco días que transcurrieron desde su ausencia, notaba todavía sobre mi piel el peso de aquellos ojos, e intenté al irme huir de su presencia, aunque nunca lo he conseguido a pesar de los años.

Por entonces, a la marcha de Bartolomé cogí y estiré aquel papel, y así pude empezar a comprender el porqué de todo, después fui hacia su escritorio y vi lo que entendí que sería su última estadística, en ella se reflejaban los datos de una enfermedad, de una edad que no era la suya, y la posibilidad ínfima de sobrevivir, con la cruel sentencia y conclusión de casi una muerte segura.

A día de hoy, algunas veces me pregunto que habrá sido de Bartolomé Fernández y de su padre, el recolector de estadísticas para su hijo, paseo hasta el que fue por una temporada mi hogar, y lo que allí veo es la luz apagada, el abandono, un misterio que me acompaña, y la desolación de una inmensa oscuridad.

ESCRITO EL 23/11/2014.

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