Al río,
a los árboles de su vereda,
a tus floridas sendas,
a esas gentes
con sus rostros marchitos,
a aquellos chismorreos
que a veces contenían verdades,
a la perspectiva
de tu luna de otoño,
a la de ese sol que cegaba,
a esa hondonada de polen,
a la melancolía de tu mirada.
A la casa de mi adolescencia,
a los perros y sus tumbas,
a la enfermedad
que de mí poco a poco se ausenta,
y a esa dignidad que absurdamente buscaba.
A todo ello le digo adiós.
De la cara materna en cada mañana,
de su extrema belleza,
de querer romper
mi fealdad contra su espejo,
de maldecir con rabia mi suerte,
pues en eso ya no creo.
De tenerlo todo hecho
y su condena,
de no saber cual es mi vida,
del sentimiento amargo de que la estaba perdiendo,
y sobre todo de aquel intenso frío,
de su cruel e insólito deshielo.
De todo aquello me despido.
Como un lobo solitario
creo ahora mi destino,
mis manos son la prueba,
tus ojos, el mejor testigo.
Nunca hubo ni habrá en mí
ni pena ni lágrimas eternas,
aunque a veces atraque en mi pecho la nostalgia,
a pesar de que aún tienes en mí importancia.
Alegre por la oportunidad
de poder ser yo mismo,
en ocasiones estoy triste por lo que amo,
por lo que se halla ausente,
por mi lejanía perenne,
y por la distancia enorme
que a esta hora con su manto nos envuelve.
ESCRITO EL 16/11/2014