Miró lánguida a través de la ventana, hacía algún tiempo que de su boca no brotaban palabras, el silencio se había apoderado lentamente de su vetusta alma. No pensaba ya en el mañana, y el presente se le había olvidado, vivía de recuerdos de su infancia; su madre hilando en la rueca, su padre con una vara en el olivar, la abuela limpiando judías, el abuelo agonizando enfermo tendido en el sofá.
Al otro lado del cristal crecian rosas, le habían hecho recordar la ausencia de su amor, un gallardo que reposaba en su tumba, cuyos brazos no le daban ya una ardiente pasión.
Sus ojos en este momento no soltaban más lágrimas, y sus labios no mostraban una gran sonrisa, la juventud la perdió hace bastantes albas, y al anochecer una demencia secuestró todo aquello que le quedaba de razón.
La alegría y la ilusión por esta vida hace años se esfumó de su lado, mas en el momento de su callada despedida se encontraban allí reunidos todos sus hijos, los que sacó adelante con mucho esfuerzo, haciéndolo mientras pudo lo mejor que supo.
Ahora ellos celebraban el cumpleaños de esa gran dama, pero ella ya no discernia casi nada en su entendimiento, sus días eran en este instante como nebulosas blancas, y sus interminables noches como una oscuridad sin estrellas.
Ella oía un murmullo, sentía levemente el tacto de sus manos, veía sombras entre luces, que eran movimientos ante su mirada casi ciega y tristemente cansada.
De camino a su cuarto dislumbró a su hijo no nato, el que murió sin poder exhalar un minuto de vida, y clavó su vista en un rincón de su cuarto.
En el calor de su lecho le pidió que la llevase consigo, y al fin soñó el más profundo de sus sueños.
Su cerebro se paró ante su deseo, y su Dios se llevó el espíritu de ese anciano cuerpo.
En un día de lluvia en nuestros corazones, una plácida sonrisa se refleja en su inerte rostro, pues después de una plena existencia, la eternidad en la que tan fielmente creía ha hallado.
(Escrito para mi abuela en sus últimos tiempos)
Escrito el 28/06/2014.