El calor marca de perlas de sudor mi cara, el a veces cruel sol y su siempre alegre luz entran en aquella estancia por la ventana, el hospital que hace tiempo fue improvisado permanece imperturbable ante la muerte, el médico, mi compañero y amigo, ladea la cabeza, yo agarro la mano de aquel que pronto dejará de ser un enfermo, y con mi máximo respeto le otorgo la extremaunción.
Fuera, en la calle, juegan unos niños con un balón de trapo, corren y saltan felices, ajenos a las preocupaciones que atraen consigo las dudas en las creencias, los cotidianos y propios sinsabores que atraviesa toda vida adulta.
Me lavo las manos en silencio, tapo el cuerpo inerte con una manta, pongo la mano en el hombro de mi amigo, que no puede reprimir una lágrima por el nuevo ser que se ha ido.
Salgo a respirar, observo que entre un grupo de adolescentes se encuentra ella, la que tiene de mi un cariño especial, sin atisbo de ninguna pasión física, ya que hacia ella sólo siento un amor espiritual, quizá porque me recuerda a la pequeña Alejandra y su sonrisa, la hija de un hermano que un día eligió su camino, del que yo me tuve que alejar al elegir lo que es el mío.
Hui de lo que consideraba barbarie, de lo que contenía para mi un ritmo y ruido inaguantable.
Ahora camino por sendas de tierra, y me baño desnudo en el río, comprendo que al descubrir al otro descubro mi persona, y caigo cada día en la cuenta de mi absoluta insignificancia, hallando de esta manera lo que es mi eterna grandeza.
Escrito el 10/04/2014.
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