Hace frío, mis manos se encuentran ateridas, sujetas a esta helada y resbaladiza roca, la cima está muy lejos. El sol desciende, empieza a ocultarse en este ocaso invernal, me pregunto por qué haría lo que he hecho en mi vida.
Por qué recién salido de la adolescencia cogí una maleta casi vacía y me marché sin despedirme de mi hogar, buscando una independencia y una libertad que se tornaron ficticias, puesto que siempre fui un esclavo de esa sociedad que no me comprendió, en la que convivía como un reo más, siendo a la vez diferente, hallando únicamente un poco de respiro cuando me escapo de la ciudad, para escalar altas montañas, en cuya base recapacito, observando que cuánto mayor sea el reto, mejor me encuentro conmigo mismo, ya que la lucha más feroz contra el medio es lo que más me motiva.
Estando en este lugar, en medio de esta belleza que se me ofrece frígida, vienen a mi memoria imágenes diversas; mi primera bicicleta, el patio de mi escuela, la casa de mis abuelos, la estufa de color rojo que se hallaba debajo de la mesa de su salón, cuyas brasas desprendían tanto calor, tanto bienestar que en este momento se esfuma.
Por qué abandoné a mi madre, cuya existencia mantenía una cruenta batalla con un tumor, huyendo cuando ella más me necesitaba, escapando de aquel auténtico amor sentido hacía mí. Lo sé, fue por no poder corresponderla con similar sentimiento, siendo en este instante como una llama ardiendo en mi pecho, ahora, cuando más frío se encuentra mi debilitado y cansado cuerpo….
Pero sobre todo la recuerdo a ella, mi amada. La tibieza de su abrazo, el fuego de sus besos, la sinceridad temblorosa de su voz, pronunciando en susurros que me amaba, que anhelaba dejar transcurrir nuestras horas en mutua compañía, a lo que lleno de la más tediosa falsedad, respondí que yo no lo deseaba, negándome así un compromiso querido por ambos, del que me alejé por no hallar el coraje suficiente para encadenarme a su amor, por no encontrar la osadía necesaria para ser feliz junto a ella, empañándome en escalar montañas en parajes cada vez más remotos, escondido de cualquier rastro humano, acompañado solamente por la inmensidad del silencio, y también por la a menudo cruel y eterna soledad.
Hace frío, mi corazón se ha convertido en una masa de hielo, vuelvo el rostro para contemplar cómo desaparecen los últimos rayos por el horizonte, pidiendo perdón a mis seres queridos, arrepentido por mi total cobardía.
En el final, en mi último suspiro, ruego a Dios que se apiade de este ser ruin, puesto que jamás supe amar a nadie.
Escrito el 27/02/2014