En una mañana tórrida de pleno mes de agosto, se oían plañir unas campanas surcando el viento, preparándose para el que algunos presumían un solemne acontecimiento.
El novio, esbelto, alto y bien parecido, esperaba a la entrada de la iglesia. En la lejanía y acercándose cada vez más, un carruaje nupcial transportaba a una mujer de radiante y blanca vestimenta, pulcra en apariencia. Mientras, un buitre sobrevolaba las inmediaciones de aquella serranía.
Los inocentes zagales reían al intentar alcanzar con sus manos a unas huidizas palomas, que recelosas siempre escapaban.
Ayudó el galán sosteniendo con su palma levemente la palma de la astuta novia, para que ésta descendiese las escaleras de aquel lustroso y vetusto vehículo. Entonces se pudo oír el relincho sosegado del caballo al ver como se alejaba la pareja.
En la iglesia, un rosetón que se encontraba en uno de los fondos, dejaba penetrar un haz de luz multicolor que se reflejaba en un suelo de mármol recién pulido y en los bancos de madera en dónde se congregaban aún sin sentarse los invitados.
Se encaminaron al paso del himno nupcial al otro extremo de aquella estancia, que contenía clavado al altar un cristo crucificado sencillo y bello. Las notas musicales llenaron de melancolía el sentimiento de los solteros allí presentes, y de nostalgia a los que ya fueron desposados hace tiempo.
En el sermón se habló del amor, de compartir una vida en el seno de la bondad y la cristiandad. Sin embargo, él se encontraba ausente, se hallaba en un lugar indeterminado de su mente.
Entonces al escuchar las palabras «quieres a esta mujer por esposa» se estremeció su cuerpo. Ella le sonreía impaciente, el silencio recorrió la iglesia que parecía en ese momento un sepulcro. Se dio cuenta en aquel instante de que el sentimiento hacia ella jamás existió en su pecho, que ahora latía tranquilo.
La miró a los ojos traspasando la oscuridad de su alma, se volvió hacia su anciano padre y al momento tornó sus ojos a la cruz. Finalmente, fijo en el libro Sagrado, espetó un «no» que resonó con ímpetu en la bóveda y en el corazón de la amiga que se hallaba escondida, pues siempre pretendió ser más, porque realmente le quería, soltando sin poder reprimirse un suspiro de alegría.
Él cruzó la estancia mientras todos le observaban incrédulos, y dejó el odio personificado plantado en el altar.
Al salir, abrió sus brazos exhalando aire libre, y contempló cómo las palomas se elevaron para, en un esperanzado intento, alcanzar el cielo.
(Escrito como ejercicio para el curso de estilo)
Escrito el 14/01/2014.