(Este texto está dedicado a todas las guerras, las bélicas y las que acontecen en toda existencia, porque están llenas a veces de un sinsentido, porque en ellas hay que aposentar siempre la esperanza de sobrevivir, a pesar de la dureza de sus embestidas, porque hoy más que nunca este autor aprecia lo que es vivir, y da las gracias a aquella persona principal que le ha dado la vida. Porque siempre estaremos juntos en todas nuestras batallas, tan sólo ambos tenemos que querer vencerlas)
Era un niño de cinco años, y unas imágenes se grabaron para siempre en mi memoria.
En ellas vislumbro una barricada construida con sacos de arena, tras ella un hombre retorciéndose en el suelo, con una mueca grotesca en el rostro daba alaridos de dolor, junto a él otro, apenas un adolescente que empuñaba un fusil entre sus manos, su expresión reflejaba la palidez del pánico. Vi como dejó el fusil a su lado en el suelo, y se levantó temblando con lentitud haciendo lo propio con sus brazos, al instante gotas de sangre tiñeron el cielo, y comprendí que la metralla en aquel momento le arrebató la juventud y su alma.
Corrí a través de esa calle en dónde hacía apenas un mes jugaba con mis compañeros de clase a la pelota, tropecé y caí al duro asfalto, al levantarme descubrí la cara de un amigo de la infancia, un ser inerte, un testigo de aquel horror que había sido perdido para siempre.
Ruido de disparos, gente apresurándose de un lado para otro, personas aturdidas en esta ciudad sombría de humo y escombros, lugar de historias sin vida. Aquí el olor te hacía tener arcadas, la visión caer en la cuenta de lo que es el terror, tras la esquina apareció una escuadrilla de soldados del bando contrario al mío, eso era lo único que sabía de esta guerra que no creé yo.
Uno de ellos me apuntó con su pistola, sentí un golpe a mi espalda a la vez que oí el estruendo del salir de una bala, sangre brotaba entre mi pecho y el de mi madre, que me abrazaba y me cubría dándome susurros de aliento mientras transcurría aquel día interminable.
El cuerpo que me dio la vida, con su valentía también me la salvó, los dos en el hospital de campaña sobrevivimos a la muerte en aquella ocasión.
Ahora que soy ya un anciano, que comprendo que aquella como muchas locuras no sirvieron para nada, pongo flores en la tumba de la persona que fue por mi de entre todas la más amada. Aquella que estuvo junto a mi muchos años, a la mujer que me otorgó el más preciado regalo.
Escrito el 13/05/2014.