Nos subimos al tren que conduce a París. Ella, mi ahora único amor en ausencia de aquel otro al cual ame, que sin embargo lo continúa impregnando todo con el sabor melancólico de lo que ya no está, y yo.
Los rieles nos conducen a través de la noche, y la luna es testigo de nuestro mutuo cariño, con su mano acariciando suavemente la mía, y su cabeza apoyándose en mi brazo hasta que poco a poco se aproxima Morfeo para ayudarme a acunarla con el vaivén del tren.
Noto cómo mi pecho late de forma diferente a como lo hacía antaño, cuando la otra, que era la viva imagen de ésta, caminaba a mi lado. Amores distintos, el sentido por ti, que en este momento intentas recoger con tu débil cuerpo la maleta, y el que sentía por aquella que se fue hacia otro destino, del que no retornará a mis anhelantes brazos.
En la estación, ya al amanecer, llamamos a un taxi. Te observo, pareces llena de emoción, lo confirmo al ver tu cuerpo temblar cuando pasamos al lado del Sena que fluye llevándose cierta pesadumbre de mi alma, y cuando vislumbramos en la lejanía la Torre Eiffel, te veo como a esa alegría que me insta a seguir con vida.
Le digo al conductor que se dirija directamente a Montmartre, porque sé que es tu ilusión después de que yo te rememorase aquella historia tantas veces, de hecho, ese fue el motivo de que me insistieras en venir aquí, a pesar de que aquel bello recuerdo hoy me deja amargo el paladar y triste el sentimiento.
Ya allí, vas corriendo de un lado para otro, contemplando las obras de arte y a sus artistas, a los cuales sonríes, devolviéndote ellos la sonrisa y alguna caricia.
Entonces me miras con ojos vivaces, y tu felicidad comprendo que es la mía, al igual que por fin entiendo porqué mi hija me trajo hasta aquí, pues la ausencia de su madre se estaba convirtiendo en la mía.
En ese instante la abrazo, recorriendo lágrimas mi rostro, y de su boca sale tan sólo un ligero y emocionado, gracias por volver.
Escrito el 22/01/2014.